La crisis de los misiles de Cuba: Los trece días que estremecieron al mundo
Octubre de 1962.
El mundo no lo sabía, pero estaba a punto de desaparecer.
Durante trece días, dos superpotencias jugaron con fuego nuclear. En Washington, un joven presidente presionado por sus generales. En Moscú, un líder soviético convencido de que el equilibrio global debía cambiar. Y en medio, una pequeña isla convertida en campo de batalla de gigantes.
Fue la crisis más grave de la Guerra Fría. La más silenciosa. La más peligrosa.
“Nos encontramos realmente al borde de la guerra. Aquellos días de octubre fueron una pesadilla. Dormía poco, tenía el alma en vilo. Sabía que una decisión equivocada, una palabra mal entendida o una orden impetuosa podía significar el fin de todo. ¿Cómo no sentir vértigo, cuando uno juega con la existencia del planeta entero en la palma de su mano?”
Palabras de Nikita Jrushchev, 30 de octubre de 1962
Durante trece días, el mundo contuvo la respiración. Y esto no es una metáfora. Desde el 16 al 28 de octubre de 1962, la humanidad vivió pendiente del teletipo, del transistor, del parte militar. La gente se preparaba para lo impensable. En las ciudades de Estados Unidos, las familias vaciaban los supermercados y llenaban los refugios nucleares improvisados. En Moscú, los mandos militares mantenían en alerta a sus guarniciones. En Cuba, miles de jóvenes se encomendaban a la muerte en trincheras cavadas junto al mar. Nadie sabía si vería la luz del día siguiente.
¿La razón? Al sur de la península de Florida, apenas a 150 kilómetros de las costas estadounidenses, la isla de Cuba se convirtió en el epicentro de una amenaza letal. Aviones espía norteamericanos sobrevolaron la isla y lo que descubrieron heló la sangre en las venas de los altos mandos en Washington: los soviéticos estaban instalando misiles nucleares en la isla. Misiles, capaces de arrasar ciudades como Nueva York, Washington o Los Ángeles en cuestión de minutos. La proximidad de estos misiles reducía el tiempo de reacción estadounidense a apenas unos instantes. El equilibrio de poder, hasta entonces inclinado a favor de Estados Unidos gracias a sus propios misiles instalados en Turquía e Italia, se tambaleaba peligrosamente. El enemigo ya no estaba al otro lado del océano, sino a las puertas mismas de su casa.
Nunca antes —ni después— estuvo tan cerca de estallar una guerra nuclear a escala global. Una guerra que no habría durado años, sino minutos. Y que habría dejado un planeta carbonizado, radiactivo, irreconocible.
El escenario no era nuevo. Hacía casi dos décadas que el mundo vivía en tensión. Tras la Segunda Guerra Mundial, dos bloques se repartieron el tablero global: Estados Unidos y la Unión Soviética. Dos visiones antagónicas del mundo. Capitalismo contra comunismo. La democracia liberal frente a la dictadura del proletariado. Pero más allá de las ideologías, lo que los definía era el miedo mutuo… y la amenaza constante del armamento nuclear.
Fue la llamada Guerra Fría. Una guerra sin bombas, pero con misiles. Sin batallas declaradas, pero con golpes de estado, espías, propaganda, carreras armamentísticas, y conflictos por delegación: Corea, Vietnam, el Congo, Afganistán... Una partida de ajedrez donde cada jugada podía encender la mecha de la destrucción mutua.
A finales de los años 50, ambas potencias poseían ya el arma definitiva: la bomba H. La temible bomba de hidrógeno. Una bomba termonuclear muchísimo más potente que las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Los soviéticos probaban sus bombas en el Ártico. Los americanos, en el Pacífico. Las imágenes de hongos nucleares se colaban en los telediarios, y los niños ensayaban en los colegios cómo esconderse bajo el pupitre por si caía la bomba… como si eso sirviera de algo.
En 1961, La Unión Soviética comenzó a levantar un muro en Berlín para detener el éxodo de ciudadanos del Este al Oeste. Ese mismo año, la CIA organizó un intento fallido de invadir Cuba: la operación de Bahía de Cochinos. Y como respuesta, la URSS y Fidel Castro reforzaron su alianza. Fue entonces cuando Nikita Jrushchev tuvo una idea tan arriesgada como maquiavélica: instalar misiles nucleares en la isla caribeña, a solo 150 kilómetros de las costas de Florida.
Lo hizo en secreto. Pensaba que pasaría desapercibido. Que sería un golpe estratégico para equilibrar el juego. Pero sus planes fueron descubiertos. Y entonces, todo estuvo a punto de estallar.
Kennedy recibió las fotos de los silos de misiles el 16 de octubre. Durante los días siguientes, la Casa Blanca se convirtió en un centro de crisis permanente. Se barajaron bombardeos, invasiones, ultimátums. Al otro lado del mundo, en Moscú, Jrushchev se debatía entre la firmeza y el desastre. En el medio, Cuba liderada por el beligerante Fidel Castro que se mostraba dispuesto a la destrucción total de Cuba si la URSS bombardeaba nuclearmente a los Estados Unidos.
La situación era tan crítica que un simple error de cálculo podía desatar la hecatombe.
Hoy la Escafandra 2020 viaja hasta el inicio de la década de los sesenta del siglo anterior. Concretamente a 1962, el año en el que el mundo se asomó al abismo nuclear.