EL PRIMER SEDIENTO
Desde las sombras pálidas del celuloide temprano, se alza una figura cuya silueta rasga el velo del tiempo como un cuchillo en carne de sueño. No tiene nombre noble que resuene en los salones de sangre azul, ni corte que celebre su presencia maldita. Lo llaman Orlok, el Conde Orlok, aunque ni conde ni hombre es ya. Es hambre con forma, sed con rostro, peste con manos.En su castillo remoto, entre los riscos y neblinas de una Transilvania sin mapas, duerme en ataúdes de tierra negra, aguardando la señal de la luna menguante para iniciar su travesía. Su hogar no es un palacio, sino una ruina viva, donde los relojes tiemblan y las ratas gobiernan en silencio. Allí no hay servidumbre, sólo telarañas que aprenden su nombre.Sus ojos, hundidos y sin pestañas, no miran: perforan. Su piel, como pergamino ajado, se estira sobre un cráneo que parece tallado por el miedo mismo. Su calvicie no es vejez, sino ausencia de humanidad. Las orejas se afilan como cuchillos, y los dientes, dos agujas retorcidas, no prometen mordiscos de pasión, sino desgarros de tumba.Orlok no seduce. No danza en bailes victorianos ni susurra poemas a la luz de los candelabros. Camina como una sombra que ha olvidado su dueño, se arrastra por los muros como un espectro enloquecido, siempre con las manos en garras, como si acariciara el aire que pronto dejará sin vida. Es el vampiro antes de la carne roja del deseo: es la muerte como era antes del amor.No vino con capa, sino con peste. Su viaje a Wisborg, llevado por mar y por superstición, no fue conquista, sino contagio. Donde él pisa, las flores se inclinan hacia el suelo, los relojes se detienen y las madres susurran oraciones a santos olvidados. Los niños no lo ven, pero lloran cuando él pasa. Los hombres fingen no temer, y mueren en su ignorancia.Su silueta proyectada en el muro es más que sombra: es profecía. Basta su contorno para quebrar la cordura. Sus movimientos, torpes pero inevitables, son los de un depredador que ya no corre porque sabe que todos han de caer. No necesita hablar. Su lengua es el silencio, su verbo la presencia.Y sin embargo, en esa criatura monstruosa, hay poesía. Una poesía maldita, sí, pero poesía al fin. Porque en su eterno andar, Orlok nos recuerda que la muerte no siempre es rápida, que a veces llega despacio, subiendo por las escaleras, alargando sus dedos huesudos hacia el corazón del inocente. Y no para poseerlo, sino para extinguirlo, con la dulzura de una noche sin final.Fue Friedrich Wilhelm Murnau, visionario del claroscuro y profeta del horror mudo, quien le dio forma por primera vez, arrancándolo del infierno literario para poblar las pesadillas del nuevo siglo. En 1922, en un mundo aún tembloroso tras la Gran Guerra, el Conde Orlok alzó su sombra sobre la pantalla y nunca volvió a desaparecer del todo.Gracias, Murnau, por invocar al primer sediento.Gracias por enseñarnos que el horror no necesita palabras.Y que el miedo, cuando es verdadero, camina en silencio.“Nosferatu: Eine Symphonie des Grauens”Dirigida por F. W. Murnau, estrenada en 1922.